viernes, 10 de agosto de 2012

VIUDA




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VIUDA

Los rebeldes se habían llevado a su marido y la habían dejado sola en aquella extraña ciudad. Oyó disparos toda la madrugada, descargas cerradas tras voces de mando. Temía lo peor. Llevaba casada cuatro meses. Probablemente ya era viuda.

Al amanecer salió hacia los cuarteles. Notó que las mujeres de otros militares la rehuían. Llevaba el alma encogida, las lágrimas contenidas, la certeza segura de su desgracia.

En la entrada se apelotonaban otras que imploraban por sus esposos, hijos o padres con gritos desgarrados; pedían verlos, saber de ellos. Los soldados de guardia las rechazaban sin contemplaciones. Ella se unió al coro de plañideras en inútil súplica.

A media mañana un militarote ordenó desalojarlas con cajas destempladas. Las mujeres se desparramaron por la explanada polvorienta quedándose llorando en la distancia. Ella volvió a casa agotada. Deambuló como un fantasma por las habitaciones y pasillos, hablando sola, manteniendo entrevistas imposibles con los superiores de su marido. Acabó tendida en la cama buscando su olor, su última presencia.

Allí pasó las horas consumida por la angustia.

Al anochecer se levantó resuelta, se vistió de nuevo y se preparó; iría a ver al coronel Iguerabide. Salió cuando anochecía. Cruzó las plazas furtivas, caminaba pegada a las paredes de los fuertes y murallas, embozada por las callejuelas de la ciudad colonial. Llegó al cuartel general y pidió permiso para ver al coronel, de parte de la esposa del capitán Morillo.

La solicitud se extendió como una onda de agua por las dependencias, oyó murmullos cada vez más débiles y ocultos, siseos, miradas acusadoras. Creyó oír una voz natural que preguntaba: "¿Pero a ese rojo no lo fusilamos esta mañana?"

Estuvo esperando una respuesta en la entrada durante varias horas. Por fin, alguien se apiadó de ella y la dejaron entrar y sentarse cerca del cuerpo de guardia. Un voluptuoso olor a café le recordó que no había comido en todo el día. Allí continuó un rato más a solas con su tristeza.

La una sería cuando le indicaron que siguiera a un pelotón que se encaminaba al batallón número tres, el mismo en el que había estado por la mañana. Siguió a la tropa a distancia durante el trayecto. A la entrada la detuvieron y le dijeron que permaneciera fuera. A las dos, un sargento de aire inculto y acento indefinido le comunicó que los superiores habían dispuesto, como caso excepcional, que le permitirían identificar a su marido.

Era la confirmación de su muerte. Pero ya hacía tiempo que ella lo sabía. Asintió sin un gemido. Fue con dos soldados que la llevaron entre barracones y depósitos, sorteando vehículos militares hasta un enorme descampado que servía para la instrucción, lo atravesaron y se encaminaron hacía una zona de lomas peladas tras las que se extendía el campo de tiro. Buscaba y no veía nada, solo las dianas se recortaban sobre el cielo un poco más lejos. La noche era clara, de luna nueva, pero no sabía donde mirar.

Los soldados la llevaron justo hasta los montones de cadáveres. Quedó sobrecogida ante su visión, paralizada.

-¿A qué espera? - le dijo uno de los soldados viéndola inmóvil - No tenemos toda la noche.

Se armó de valor y se introdujo entre los cuerpos buscando tímidamente, primero, más enérgica, después, con frenesí, finalmente. Y tuvo que apartar brazos y piernas, empujar, rodar cuerpos, tirar de miembros, pasar de un montón a otro, pisar pechos, vientres y caras, llorar de rabia y de impotencia cuando no los podía mover...

Al fin lo encontró. Pero a duras penas pudo sacar medio cuerpo para abrazarlo. Y se quedó allí un rato, abrazada a él, que estaba frío, frío, rígido, manchado de sangre, enterrado de cintura para abajo por otros cuerpos. Largos minutos llorando en silencio, pronunciando su nombre...

Pasado un tiempo, los soldados se impacientaron y la llamaron:

- Vamos, señora, ya está bien, tenemos que regresar...

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