viernes, 10 de agosto de 2012

EL ÚLTIMO ÁRBOL





394

EL ÚLTIMO ÁRBOL

Después de todas las deforestaciones, incendios, lluvias ácidas y plagas de todas clases, le llegó la hora al último árbol. Se sabía que estaba oculto en el desfiladero Chung en unas grietas inaccesibles.

Hacia allí se dirigieron cuatro agentes de Kapo para acabar con él. Sortearon todas las dificultades y llegaron al pie de las montañas Ronkas. A lo lejos se veía la hendidura del desfiladero resaltando en la neblina azul. Dejaron el gran helicóptero y se dirigieron a un utilitario aeromóvil. Llevaban unos pequeños lanzallamas de propulsión iónica, no más grandes que una pistola.

Se pusieron en marcha, el corte del desfiladero aprecia un sexo monstruoso que los iba a engullir.

Llegaron a él y lo penetraron a media altura. Era un lugar peligroso en el que había que tener cuidado si no querían chocar e ir al suelo. Tenían referencias vagas del lugar donde se localizaba el Último Árbol. Los ecologistas lo habían defendido antaño con las armas, pero ya no podían, habían sido exterminados.

Aterrizaron en un lugar escarpado desde el que vieron que podían continuar la ascensión. El camino había dejado de existir hacía tiempo, numerosos desprendimientos atestiguaban los combates que se habían desarrollado por allí. Vieron algunos esqueletos, blancos por la intemperie, con sus armas al lado. Pasaron por torrenteras en los que alimañas insignificantes parecían hacerles frente: ¡fuego contra ellas! Asolaban todo a su paso. Ascendían, los mapas de situación los guiaban. A medida que subían, un paisaje impresionante se extendía ante ellos, insensibles ante estas bellezas naturales.

Los mercenarios, curtidos en todo tipo de avatares faunísticos y florísticos, se abrían paso disparando sus pistolas incendiarias sobre toda lo que se movía: un lagarto en una roca a la que se acercaban sigilosamente y abrasaban, una nube de mosquitos en una oquedad, arañas, pájaros, nada escapaba a su frenesí de entrenamiento.

Siguieron escalando. El desfiladero, alguna vez exuberante, se mostraba ahora raído y calcinado, solo hierbajos y arbustos muy resistentes habían sobrevivido a la destrucción sistemática de los triunfadores de la Guerra Ecológica. El exterminio actual, prolongación en la posguerra de las teorías del ala radical productivita, buscaba la inanición absoluta de la Tierra Natural. Sólo lo productivo debe sobrevivir. Acción es ideología, y hechos consumados.

El comando que operaba en el desfiladero Gung, los Trituradores, sorteaba todos los peligros y se aproximaba a su objetivo; fieros como nadie, implacables, arrasando todo a su paso, animales y plantas, e incluso se divertían disparando contra formas rocosas de enigmática belleza a las que hacían estallar en pedazos.

A medida que ascendían encontraban vegetales adaptados a la altura y condiciones especiales del desfiladero. Los mercenarios maldecían ante tanta dureza y empeño adaptativo como mostraba la naturaleza salvaje. Y descargaban sobre los inocentes matojos chorros de fuego que los destruían hasta las raíces. Un rastro humeante quedaba a su paso, sus mismas pisadas eran venenosas. ¡Al ataque!

Tuvieron que usar cuerdas y escalar, uno detrás de otro. Incluso desde posiciones tan arriesgadas actuaban. La caza y muerte de cualquier bosquejo salvaje mantenía entrenados sus instintos.

Subieron más y más .Saltaron rocas inhóspitas y precipicios mortales, volvieron a escalar, superaron cornisas que daban al abismo, picos que parecían inaccesibles, cortadas escalofriantes, quebradas en los que en otros tiempos anidaron alimañas, rampas frustrantes y secos torrentes.

Después de seis horas de camino el mapa automático comenzó a pitar, bip-bip-bip, ¡al fin! Teclearon y apareció en pantalla un esquema del lugar: encima de ellos había una plataforma como una plazoleta que daba entrada a una cueva. A la izquierda de la boca, y casi saliendo de las rocas, se exhibía el último árbol. Se dispusieron para el ataque. Había que tener cuidado ya que alguno de esos bandidos podía estar viviendo en aquellos parajes, el lumpem ecologista era capaz de lo peor.

Asaltaron la plataforma militarmente, la barrieron con llamaradas y metralla, concentrando bolas de fuego en la boca de la cueva. Enseguida se acercaron al habitáculo y lo inspeccionaron tras tirotearlo a gusto. Nadie. Solo unos miserables restos de antigua presencia humana. Perfecto.

Salieron. Allí estaba el objetivo: un retorcido tronco de roble que parecía que emergía de la roca, como una prolongación biomagnética de la tierra: para ellos era una excrescencia maligna, un cáncer vegetal. Midieron la circunferencia: 96 centímetros.

- No es nada del otro mundo - dijo uno.

- No, hemos liquidado mejores ejemplares.

Lo admiraron un rato y luego tomaron un refrigerio. Atardecía. Montaron un pequeño campamento para pasar la noche ya que les era imposible volver en la oscuridad. Además, su trabajo imponía unos ritos emocionales. Así, a las doce de la noche, tras el enésimo brindis de petaca se dispusieron en semicírculo, apuntaron con sus pistolas y dispararon contra el árbol, convirtiéndolo en una tea que iluminó la noche durante largo rato.

Por la mañana aún humeaba.

- Era el último árbol - bromeó uno.

- Ya hemos acabado con unos cuantos de últimos árboles.

- ¿Cuantos quedaran aún?

Nadie lo sabía. Los mercenarios abandonaron el lugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario