lunes, 25 de junio de 2012

HONGOS LITERARIOS





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HONGOS LITERARIOS

Un encargado del registro de la propiedad intelectual descubrió por azar una extraña enfermedad en una amplia zona del depósito.

El caso comenzó cuando tuvo que buscar un ejemplar que le demandaban para hacer un certificado legal. Localizado, al sacarlo se le hizo polvo. Todo el papel disuelto, se veían trozos diminutos en los que a penas se distinguían letras.

El empleado se quedó asombrado. Intentó sacar otro documento y lo mismo. Fue un poco más allá e igual. Comprobó entonces que una amplia zona estaba afectada. Llamó a compañeros, avisó a más gente, era increíble, ¿no estaría loco?

No lo estaba: todo un área de estanterías padecía el mal. Cantidades ingentes de obras se habían convertido en polvo, esfumado para siempre.

La noticia se filtró a la prensa con el consiguiente alboroto. Miles y miles de trabajos se quedaban sin registro, no pudiéndose demostrar su propiedad.

El director salió en la televisión compungido diciendo que se pondrían todos los medios para averiguar el motivo de la catástrofe. Había técnicos dedicados a ello. Estaban trabajando sin descanso.

Las hipótesis se quedaban en eso: humedad, contaminación, roedores, polillas, un agente desconocido. No se sabía.

Se protegería debidamente el resto del archivo.

Una brigada de desinsectación y desratización se empleó a fondo en todo el edificio mientras seguían las pesquisas para averiguar el origen de lo que los medios llamaban la disolución del archivo intelectual del país.

Pero no consiguieron detener la plaga. El estado debería asumir sus responsabilidades, las autoridades, el gobierno, debía responder a preguntas parlamentarias sobre el asunto. Un pilar de la sociedad se derrumbaba a ojos vista.

Se creó una comisión científica, vinieron asesores internacionales, el agente causal continuaba su labor depredadora.

Un americano se ofreció para investigar el asunto. Tenía algunas ideas sobre grandes bibliotecas y sus problemas de conservación, el deterioro de archivos, el mal de las letras, lo llamaba. Conocía varios casos y ninguno era igual, aunque este superaba a todos por su magnitud.

Según él, el origen de la tremenda lisis experimentada por el Registro estaba dentro, una obra infecta había contaminado la enfermedad al conjunto del archivo. Había que investigar más a fondo.

Mientras tanto la destrucción continuaba y se extendía a los pisos adyacentes, superior e inferior.

Se formó un equipo alrededor del técnico americano y se pusieron manos a la obra. Fueron sacando los libros en polvo para ver como estaban afectados, en qué intensidad, dirección, radio de acción y todas las variables que les ayudaran a conocer el origen de la enfermedad. Así mismo se ayudaban de los ordenadores ya que en sus memorias estaban las referencias archivadas de cada obra.

Carretillas de polvo salían del Registro y eran echados en contenedores que luego se llevaban a vertederos municipales situados en las afueras de la ciudad.

Mientras tanto los especialistas se centraban en cuatro estanterías de las que parecía que había partido el foco: tratados de medicina, partituras musicales, conferencias, cuentos, novelas, libros de texto, canciones, poesías, manuales de instrucción, obras de teatro, investigaciones, tesis doctorales, etc. Como no sabían a qué atenerse iban descartando, según los criterios del americano, que se basaban en los antecedentes que tenía de los casos conocidos parecidos a este. En la literatura, decía, estaba el mal. No en los tratados científicos ni pedagógicos, ni en otros de humanidades. No, era la literatura. Algún engendro fue depositado en aquella zona y había configurado los resortes que pusieron en marcha la epidemia.

Como sólo tenían los títulos y el autor, debían hacer un escrutinio basado en esa simple referencia.

Después de una buena criba les quedaron cien títulos sospechosos. Entonces comenzaron la fase final de la investigación. No era tan difícil: todas las fichas tenían en sus datos el número de teléfono. Así pues fueron contactando con los autores a los que citaban en los despachos, conminándolos a llevar un ejemplar de la obra en cuestión.

Según el especialista,” el mal de las letras” era un hongo presente en el papel en el que se activaba una mutación que lo convertía en letal para dicho soporte.. El por qué ocurría esto era un misterio, aunque había fundadas sospechas de que ciertos contenidos, calificados de insoportables, influían en esta extraña mutación.

Mientras, los escritores contactados sufrían un exhaustivo interrogatorio, el mal devoraba piso tras piso en el Registro. Era tan imparable que se tomó la determinación de desalojarlo. Eso sí, ni un papel saldría de allí no fuera a extender la epidemia a toda la ciudad. A las fincas colindantes las pusieron en estado de alerta y las oficinas que albergaban las trataron como al Registro y las obligaron a mudarse por propia seguridad.

En varias calles a la redonda se requisó todo el papel y se lo llevaron en camiones blindados a depósitos de seguridad, en espera de acontecimientos.

Por otro lado, los escritores no aportaban gran cosa a la investigación, no se daba con la obra nauseabunda causante de la catástrofe. Ni se aproximaban siquiera.

Tras cuatro días agotadores había once que no contestaban Se había corrido la voz de que se buscaba a un autor maldito y por miedo, chulería o ausencia, mantenían el anonimato.

La prensa publicó los once títulos y los nombres de los autores, algunos seudónimos, y amenazaban con que si no se presentaban serían llevados a las entrevistas por la policía.

Los títulos eran los siguientes: El cuaderno de tinta invisible, El psicosegundo, Doctor Histeria, La máquina que leía los libros prohibidos, Guía del Infierno para aficionados, Los fantasmas heridos contra los zombis, Amanitas, Todo falso y otros detalles, Cuentos inhumanos, El planeta de los vegetales inteligentes y El creador de la miniliteratura.

Las controversias en los periódicos habían alcanzado categorías inenarrables. Los libros en cuestión eran solicitadísimos por las editoriales y el público.

La policía encontró a seis de ellos y comprobaron que sí, que eran obras más o menos abominables. Como no acudieron a la llamada de las autoridades, se entendió que tenían algo que ocultar, por lo que fueron detenidos cautelarmente por orden del juez. Para los cinco restantes se decretó orden de busca y captura. Sin embargo, las acusaciones contra los detenidos no tenían base legal alguna por lo que debieron ser puestos en libertad inmediatamente ante el asombro y el jolgorio del país entero, alucinado por el suceso.

En pocos días más el Registro fue pasto de la epidemia convirtiéndose todo él en polvo.

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