martes, 26 de junio de 2012

CASO SIN RESOLVER




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CASO SIN RESOLVER

En unas ruinas del extrarradio, junto a una pared semiderruida apareció el cuerpo de un hombre. Fue descubierto por unos drogotas que usaban el lugar para pincharse. Alguno de ellos llamó a la policía.

Dos coches patrullas se acercaron al lugar. El cadáver apestaba, debía llevar varios días muerto. Los polis subieron y bajaron los montones de cascotes hasta divisarlo, llevaban pañuelos cubriéndose la nariz y trastabillaban cada poco.

Subidos en una colina de escombros lo vieron, allá abajo, en una zona libre sobre el suelo encementado, cerca de la pared pintarrajeada. No tenía cabeza.

Los dos agentes se miraron y torcieron el gesto, hacían verdaderos esfuerzos por no vomitar. Bajaron del montón de tierra y se acercaron. La nube de moscas que se alimentaba en el cuello del muerto se inquietó, algunas de ellas revolotearon alrededor de los agentes.

Lo inspeccionaron levemente: no presentaba signos de violencia en lo que quedaba de él. Conservaba en las ropas una cartera. El DNI presentaba la foto de la cabeza, nombre anodino, sin especificar la profesión, treinta y cinco años.

-¿Qué habrá sido de esta cabeza?

Buscaron un poco por los alrededores. Nada. No había rastro de sangre junto al cuerpo, la decapitación habría tenido lugar en otra parte.

Al poco llegaron los de homicidios, luego una ambulancia y más policías. El lugar se llenó de gente que pululaba por las ruinas en busca de pistas. Llegó el juez y ordenó levantar el cadáver.

Siguieron interrogatorios e indagaciones en el entorno familiar del muerto sin ningún resultado. A nadie beneficiaba la muerte de aquel tipo, era un artista aficionado que se encontraba allí buscando materiales para reciclar en sus obras y que seguramente encontró algo que no debió encontrar.

Era un caso imposible que se hubiera archivado enseguida si no hubiera aparecido otro cadáver decapitado de la misma manera.

La cosa tomó caracteres alarmantes cuando fueron encontrados dos nuevos cuerpos a la semana justa de aparecer el primero. Los periódicos se interesaron por el tema y le dedicaron artículos sensacionalistas.

El inspector JR Perez se encargó del caso. Tras el quinto decapitado se metió en su despacho y revisó todo el material disponible. Las víctimas no tenían relación entre sí, los lugares en los que les habían arrancado la cabeza eran solitarios y degradados, la técnica de arrancamiento era similar. No había duda, las autopsias revelaban un corte contuso con cierto grado de calor, los bordes de la herida estaban quemados. Era increíble, parecía obra de un sádico. Las características comunes de todos los casos eran manifiestas: se enfrentaban a un loco.

Al día siguiente apareció la primera mujer decapitada.

Perez se acercó hasta el lugar del suceso. La víctima estaba tirada en el suelo como las demás, el mismo estilo, casi no había sangre derramada. El inspector se quedó unos minutos ante el cadáver intentando inspirarse, recordar algo; sí, había algo conocido: una pintada en la pared por encima del cuerpo.

Volvió a su despacho y revisó las fotos: en el primero estaba muy claro, allí, entre todas las demás pintadas y garabatos tan de moda, había una especie de sello de color indefinido y de unos cuarenta centímetros de diámetro.

Decidió recorrer los lugares de los crímenes para ver las pintadas in situ. Sí, más o menos borradas, intensas, en las paredes o el en suelo, allí estaba aquella marca.

Se lo contó a otros policías, ninguno las recordaba, ni los vigilantes del metro, lugar muy castigado por esta manía.

Podría ser una casualidad, pero si aparecían más cuerpos sin cabeza y la pintada de marras, algo tendría que ver.

Apareció. Perez ordenó analizar aquella marca. No era pintura de ninguna clase, ni pigmento metálico: más bien parecía hecha con fuego.

El inspector creyó resolver parte del enigma: los decapitados presentaban quemaduras en la zona de arrancamiento y aquella señal realizada a fuego...Era el estigma del asesino.

Parecía verosímil. Pero, ¿quien era? ¿Porqué lo hacía? ¿Para qué quería las cabezas? No se habían encontrado señales de enterramientos cerca de los cadáveres. ¿Usaría las cabezas para rituales salvajes? ¿No las coleccionaría como si fueran de toros?

Como todos aparecían con las ropas y pertenencias, estaba claro que no pretendían hacerlos desaparecer como cuerpos anónimos.

La policía vigilaba intensamente la ciudad esperando sorprender al asesino o asesinos. Pero no lo conseguían. Las cabezas iban cayendo y desaparecían. La alarma se extendió por los barrios periféricos, cundía el pánico, cualquiera podía perder la cabeza en los tiempos que corrían.

Fue un verano sofocante. Los periódicos llevaban a los veraneantes las noticias de la capital a sus lugares de recreo en las playas o en los chalés del interior. Era como una plaga. A mediados de septiembre se llevaban contabilizados 17 cadáveres descabezados.

La policía había fracasado en todos los órdenes. Pero de repente, como empezó, terminó y en la última quincena del mes solo se registraron dos nuevos casos. Y cesó.

El inspector Perez encontró algunos indicios en las últimas víctimas: el sello que deja el asesino contenía algo de materia orgánica y en el hueco de la pared en la que estaba marcado había restos óseos y de masa encefálica. La teoría del inspector era quimérica: sostenía que la mayoría de las víctimas morían de pie y que la cabeza era aplastada contra la pared o el suelo y quemada al mismo tiempo. Eso explicaba el sello del asesino y las quemaduras que presentaban los cuerpos en el cuello. La manera de hacerlo y los medios que usara para ello eran desconocidos.

Pero nadie vio nunca al asesino y nadie ha sabido explicar los móviles de los casi 20 muertos.

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