jueves, 26 de julio de 2012

UN CÁNCER




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UN CÁNCER

Fue al médico porque le había salido una mancha abultada en el pene. Al facultativo no le gustó nada. Lo derivó a cirugía con la máxima rapidez. En la consulta de un gran hospital le tomaron una biopsia de la puntita. Lo llamaron enseguida para informarle del resultado: un jefe de equipo le dijo, mirándole sin mirarlo, que tenía un epitelioma maligno, tumor de la piel, ay, un cáncer.

¿Y? Había que amputar. Estaba muy desarrollado, era la única posibilidad de combatir las metástasis, y eso si no se había extendido ya.

Aceptó, cariacontecido, la propuesta del cirujano.

A las dos semanas entró en el quirófano y salió de él sin su miembro viril. Hacía un tiempo que no lo usaba como era debido y ya nunca más lo volvería a usar. ¡Tan buenos ratos le debía! ¡Tantos pensamientos, deseos, angustias sexuales...! Lo que había sido y lo que era. Nunca más, nunca más, se repetía compungido, mirándose a escondidas el muñoncito que le habían dejado aquellos carniceros. ¿Y todo para qué? Para vivir, sí, vivir era más importante que el placer.

Pasó unos meses taciturno, sin llegar a sentirse realmente vivo, sino, más bien como una especie de zombi molesto y sombrío.

Muy pronto la enfermedad dio muestras de no haber sido vencida, al contrario, comenzó a manifestarse y a imponer su presencia de manera evidente. Sintió que los demás lo notaban y tomaban una actitud de compasión o rechazo más o menos declarado. El enfermo desahuciado no solo es una molestia inútil, también es, en cierto modo, un apestado, lleva en sí el estigma del mal absoluto, la muerte.

Cuando volvió para hacerse la revisión semestral estaba totalmente invadido en la zona inguinal derecha. Las metástasis afectaban a la pelvis y desbordaban la pared peritoneal alcanzando el abdomen.

Tras una corta preparación volvió al quirófano. Pero era inútil. Los cirujanos se limitaron a hacerle una limpieza macroscópica y a amputarle lo que le quedaba de pene, que no era sino un muñón negruzco y ulcerado.

Lo mandaron a casa con una sonda vesical y con un tratamiento de calmantes.

La desgracia se había consumado. Y estaba vivo para verlo. En un mes comenzó a desarrollársele en la ingle derecha el tumor, crecía a ojos vista. En unas semanas era como una cadena de montañas en miniatura. Pronto se ulceró. Lo ingresaron de nuevo. Venían a curarle jóvenes enfermeras que se armaban de batas, guantes y mascarillas y lo miraban con disgusto debido al olor a putrefacción que desprendía.

Pero ya le daba igual todo, con gesto severo aguantaba el horror que inspiraba a los demás. Apenas hablaba, no contestaba a los saludos, permanecía sentado horas y horas mirando sin prestar atención. A veces comprobaba como crecía la excrecencia y gemía desesperado: se pudría vivo. Y estaba consciente para verlo.

Enseguida comenzó a sentir dolores insoportables. Fue trasladado a una habitación de terminales para morir. Lo trataron a base de calmantes y sedantes con objeto de mantenerlo tranquilo. Le curaban dos veces al día los cráteres sanguinolentos de los que se desprendían trozos de carne tumefacta. Una vez pudo ver como una pareja que lo curaba se besaba fugázmente al acabar el trabajo, sintió una punzada de angustia, de vacío, de vida que se escapa, el colmo de la envidia...

En efecto, tras tres semanas de coma barbitúrico, murió.

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