miércoles, 18 de julio de 2012

LA PILDORA DE LA ETERNA JUVENTUD




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LA PILDORA DE LA ETERNA JUVENTUD

Una triste mañana de noviembre recogí del buzón una extraña carta. Una empresa farmacológica me citaba a una entrevista en sus oficinas para tratar de un asunto del máximo interés. Ocultaban de qué se trataba pero garantizaban una fabulosa recompensa y la discreción absoluta.

Tomé la misiva como una de tantas que aparecen en el buzón no se sabe por qué y me olvidé del asunto. Hasta que a la semana siguiente volví a recibir una nueva carta que en los mismos términos me conminaba a mantener la entrevista. Me quedé intrigado un instante pero no tardé en olvidar el asunto.

A la tercera citación decidí acudir, su insistencia lo merecía.

Llegué ante la fachada del edificio a eso de las diez de la mañana y con la última carta como tarjeta de presentación me puse delante del portero. Escuchó mi escueto relato y me dio las indicaciones oportunas para llegar al despacho del Dr. Monroy.

Fue fácil encontrarlo. Llamé con los nudillos a la puerta y me colé dentro. El tipo en cuestión me miró de arriba abajo sin levantarse, tenía un grueso mostacho y los ojos saltones, de mediana edad, reclinado hacia delante hasta casi tapar los folios que estaba leyendo. Vestía una bata blanca abrochada hasta el último botón, en el bolsillo, repleto de papeles y bolígrafos, bordado se leía su nombre: Dr. Monroy.

- Hola, buenos días – saludé con timidez.

- ¿Me dice usted? – contestó con sequedad.

Agité la carta en la mano.

- ¡Ah, bien, bien!

Y se llenó de acción. Tomó unos folios roturados y uno de sus bolígrafos y comenzó a bombardearme a preguntas. Datos físicos y sociales, fisiológicos y aún psicológicos. Le fui contestando dejándome llevar, al tiempo que me sentaba lo más disimuladamente posible.

Cuando acabó buscó en un cajón de la mesa un fichero y extrajo una ficha en la que estaba mi nombre y dirección. La fijó con un clic al historial que acababa de hacer y me miró largamente, sin hablar, íntimamente.

Cuando se hubo cansado de escrutarme dijo como murmurando:

- Soy de la opinión de que aún está todo por inventar.

Asentí sin hablar.

- Se lo diré claramente – aseguró con seriedad – queremos su cuerpo para experimentar en él la píldora de la eterna juventud.

Me estremecí para adentro desconcertado. Me apoyé en la silla como queriendo alejarme de él, mirando por el rabillo del ojo a derecha e izquierda buscando una salida por la que echar a correr en caso necesario. Él, entre tanto, saboreaba mis reacciones temerosas.

Por fin, tras largos segundos, me hice con la situación.

- ¿Qué es eso de que quiere mi cuerpo para experimentar? – me acerqué a él agresivamente.

- Eso es - sonrió con superioridad.

- ¿Vivo o muerto?

- Vivo, vivo, por supuesto - y anunció - Y para vivir aún más.

- Ya, ya - hice una pausa recordando - ¿Qué es eso de la píldora de la eterna juventud?

- Está claro, ¿no?

- No, si es un experimento no está nada claro.

- ¿No?

Yo no sabía qué pensar ¿Qué se proponía? Pastillas, uno ha tomado las suyas, sobre todo estimulantes. Debía seguir con cautela.

- Bien, explíqueme un poco más el asunto. Ventajas e inconvenientes. Qué me dan y qué debo dar yo a cambio. Todo eso.

Asintió, por fin, satisfecho, como si jugara con un niño, con una exasperante seguridad.

- Verás – comenzó – El tratamiento, aún en fase experimental se aplica en tres etapas: a los 30, a los 50 y a los 65. Ya hemos comenzado con individuos de los tres grupos. Lo bueno, como es obvio es empezar desde el principio, a los 30 años, aquí comienza una primera fase de envejecimiento. Con las píldoras inventadas por nosotros se consigue retardar y alargar esta fase de modo que en estos primeros 20 años conseguimos ganar cerca de 10. Esta es la fase que más nos interesa ya que el hombre está en su plenitud.

Con el siguiente grupo se intensifica el tratamiento y se consiguen ganar más de 7 años y 6 en el último grupo. Con lo que hemos llegado a los 23 años, 25 en realidad, que sumados a los 75 que vive un hombre de media, nos acercamos a los míticos 100.

Estaba asombrado. No sabía si echarme a reír. Permanecimos un momento en silencio. Me prometía alargar mi vida, mi tiempo entre los 30 y los 50 en casi 10 años y mi existencia entera en 25. ¡Lo tomas o lo dejas!

Lo tomo, por supuesto.

- ¿Qué debo hacer? – pregunté.

Suspiró triunfante.

- Debes someterte a nuestros exámenes periódicos y guardar absoluto secreto. De lo contrario te privaríamos de la píldora. Y has de saber que localizado el mecanismo de envejecimiento y ralentizado, si dejamos de actuar sobre él, la decrepitud toma el signo natural y se acelera, tanto, que se puede envejecer en poco tiempo, unos meses, un año.

- Pero eso no es posible.

- Si lo es, y aun en la naturaleza se da, es una terrible enfermedad que conozco bien y que ataca a niños de corta edad dándoles un horroroso aspecto de ancianos cuando aún no tienen 10 años.

Me anonada con sus explicaciones. Es un paso peligroso ya que si me someto a sus manejos, con esa vertiente terrorífica que acaba de descubrirme, quedo en sus manos.

- ¿De qué tipo son esos controles? – pregunto.

- ¡Oh, ya comprenderás! Queremos saber y seguir el proceso. Tenemos a prueba a un reducido número de personas de la primera fase, vamos por 150 y queremos llegar a 500 y si es posible a 1000. Aún tenemos mucho que aprender. No nos conformamos con vivir 100 años, es poca perspectiva. Creemos que el hombre y su sociedad sufrirán un cambio sin precedentes cuando se consiga una vida de 200 años en buenas condiciones.

- ¿A qué pruebas deberé someterme?

- Análisis de sangre, orina, biopsia celular, radiografías, electrocardiogramas y electroencefalogramas, gammagrafía, isótopos, pruebas de reproducción celular, análisis sexual, respuesta inmune, etc. etc. Un chequeo completo cada año. Algunas pruebas pueden ser mensuales, en fin, eso ya te lo iremos diciendo.

Hacemos una pausa que él interrumpe levantándose.

- Todo resuelto, pues. Ven conmigo. Me levanto y le sigo hasta un gran almacén de productos farmacéuticos, atestado de boticas. Pasamos por galerías de estantes hasta una sección cualquiera en la que el Dr. Monroy se detuvo. Tomó una cajita y me la tendió

- Para ser un medicamento tan valioso no parece estar muy protegido - comenté

- No creas, sí lo está. Pocas personas podrían encontrarlo en este laberinto – torció la boca mostrándose astuto.

- Puede ser – concedí, echando una ojeada a derecha e izquierda.

- Vamos – ordenó.

Y volvimos al despacho. Todo resultaba muy fácil. Monroy se sentó en su sillón. Yo permanecí de pié.

- Ahí – señaló la caja que yo tenía en la mano – hay un frasco que contiene 30 grageas. Te tomarás una cada día, en el desayuno. Cuando se te acaben volverás a buscar más. Entonces te haremos las primeras pruebas.

Todo se estaba consumando por momentos. Me dispuse para irme. Pero como sólo había venido a tener una entrevista y ahora me encontraba metido en una más que dudosa aventura, se me ocurrió preguntarle algo que tenía en mente desde el principio, desde que me decidí a venir.

- ¿Cómo me encontraron? ¿Por qué me eligieron a mí?

Hizo su característica mueca de superioridad y respondió

- Tenemos un buen servicio de información y selección.

- ¿Y si no hubiera venido?

Enderezó el cuello para afirmar categóricamente:

- Nadie ha rehusado y nadie rehusará la píldora de la eterna juventud.

Asentí con la cabeza y me despedí de él.

Volví a casa y miré la caja con detenimiento. Tenía unas vagas referencias que no aclaraban nada, no tenía nombre ninguno. La abrí, no había prospecto. Extraje un frasquito de cristal de color verde oscuro, desenrosqué su tapón y observé el contenido: grageas de mediano tamaño. Hice salir algunas a la palma de la mano, nada de particular que denotara su extraordinario poder. Tomé una con los dedos y me la metí en la boca: comenzaba mi vida de inmortal.

Desde entonces, cada día tomaba mi píldora de la eterna juventud, sabiendo que sus efectos eran a medio y largo plazo. No podía evitar mirarme al espejo para controlar las ojeras o ese pliegue de la piel que insinuaba tiempos peores, seguía atentamente la caída del cabello, las canas, el peso, etc. Todas esas tonterías que alguien llamó un día: “la involución de la senectud”

Las semanas transcurrían placenteras, pasé mis primeros controles bajo la atenta mirada del Dr. Monroy que no paraba de decir:

- Perfecto, perfecto.

Todo transcurría sin novedades dignas de mención, la vida lenta y reposada se ensanchaba para mí. Todo perfecto.

Hasta que apareció ella. Era joven madura, rubia, algo rellenita, se hacía llamar Ampi. Entró en mi tiempo como suelen entrar las mujeres. Yo me entusiasmé más o menos. Intimamos. Frecuentábamos los dos pisos, el suyo y el mío. Descubrió que tomaba unas pastillas por la mañana.

- Son para la tensión - le mentí.

Pero sea que no puse demasiada convicción en la mentira o que su curiosidad fue excitada por otra cosa o que era curiosa sin más, el caso es que comenzó a importunarme con preguntas.

Descubrí que era bastante hipocondríaca. Quería saber si me hacían bien las píldoras, si me mantenían sano y fuerte, si me subían o bajaban el ánimo si me tomaba una o varias al día, quién me las recetaba, si se necesitaba receta en la farmacia o las daban sin ella. En fin, una cadena.

A todo respondí como pude intentando quitármela de encima, obviando el tema, no dándole importancia. Hasta que un día la sorprendí tomándose una de mis pastillas de la Eterna Juventud. Me abalancé sobre ella poseído por una furia incontenible. Le arrebaté el frasco de las manos y la empujé contra la pared.

Mi exceso la dejó asombrada. Comenzamos a discutir sin tino, gritando, insultándonos. Acabó diciéndome que llevaba tomando las pastillas una semana y que se sentía muy bien.

No daba crédito a lo que escuchaba. Las saqué todas y las conté, efectivamente, de la ración del mes faltaban siete.

Como continuaba en plan borde la puse de patitas en la calle. Comencé a pensar en una solución. Debería ir al laboratorio farmacéutico y explicarle a Monroy lo ocurrido o algo que se le pareciera, cualquier historia que justificara el extravío.

Decidí actuar con rapidez, sin esperar a que la necesidad me apremiara y me indujera a cometer tonterías. Acudí al laboratorio receloso e inseguro. Monroy escuchó mis balbuceos impertérrito. Concluida mi narración negó con la cabeza.

- Esto no puede ser, si no vamos con cuidado no llegaremos a ninguna parte.

Asentí poniendo cara de oveja.

Él se llenó de agilidad casi sin moverse, abrió un cajón de la mesa y sacó un frasco igual al mío, le quitó el tapón, vertió su contenido encima de una carpeta, separó siete pastillas y me miró condescendiente.

Me abalancé sobre las píldoras, las envolví en un papel y las puse a buen recaudo. Le pedí disculpas por el contratiempo y abandoné el despacho.

Salí a la calle reconfortado, dando suspiros de alivio.

Los días volvieron a transcurrir plácidos y risueños, el infinito continuaba al alcance de mi mano.

Sin embargo una sorpresa inesperada iba a sacarme de mis ensoñaciones futuristas. Fue al ir a buscar mi cargamento del mes. Monroy me esperaba envuelto en un aire de misterio un tanto fúnebre. Con su habitual brusquedad me informó de que mi relación con la empresa había cambiado sustancialmente, que había incumplido la norma más importante del contrato, aquella que atañe al secreto en el que debe transcurrir todo lo concerniente a la Píldora de la Eterna Juventud.

Como no comprendía gran cosa le pedí que fuera más claro. Y lo fue. Habló de una amiguita mía que atendía al nombre de Ampi, de cómo había aparecido poco después de que yo me fuera tras reponer las píldoras que había dicho perder. Comenzó queriendo comprar el fármaco, pero como no sabía cual era, porfiaba en el desatino de que le enseñaran toda la farmacia, hasta dar con el que deseaba. Como no siguieron sus indicaciones, comenzó a soltar improperios, no permitió que la echaran, me nombró una y mil veces, fueron acudiendo empleados al oír el tumulto. Y también se acercó él, Monroy, que acertaba a pasar por allí y tras escuchar algo e informarse otro poco se hizo con la situación. Condujo a Ampi a su despacho y lo aclaró todo.

Intentó disuadirla de tomar las píldoras, pero su empecinamiento era grande, alguna especie de adicción se había puesto en marcha. Accedió a introducirla en el clan, pero, declara ahora, sus características, procesadas por los ordenadores no son las adecuadas para someterse al tratamiento. Por lo que ella, elemento fallido, cuerpo extraño en el experimento, y yo, que he incumplido el contrato, pasaremos a otra categoría si queremos tener las píldoras de la eterna juventud: la categoría de conejillos de indias.

Y me lo suelta así. El tacto y la delicadeza no han formado parte de sus planes de formación. Es un energúmeno de mucho cuidado.

- ¿Y si me niego? – casi gritó

- Serás víctima de la progerie galopante. Esto es, envejecimiento prematuro y galopante. Sin remedio –remacha.

Me mira como a un pobre diablo. Creo que lo soy cuando digo:

- ¿Y por qué no la eliminas a ella, cuerpo extraño en el experimento y me dejas continuar a mí, que soy un elemento valioso?

- Ya no, yo no me fío dos veces de alguien que me ha fallado una.

Estoy atrapado, sólo me queda conocer las condiciones en las que voy a desenvolverme a partir de ahora.

- ¿Qué quieres de mí entonces?

- Voy a mostrarme generoso: haremos otro experimento y una vez concluido te permitiremos volver al antiguo contrato.

- ¿En qué consistirá dicho experimento?

- Te daremos diez dosis diarias intravenosas de una sola vez. Siempre habrá una concentración suficiente de fármaco en la sangre. Actuará sobre el lecho geriátrico que circula por el organismo, como un mecanismo de entropía y lo subvertirá. Quiero llevarte hacia atrás… Veremos qué pasa…

- Me convertiré en inmortal – ironizo.

- No, nadie es inmortal - me corta secamente - Veremos qué equilibrio se establece en tu ser, tanto física como psíquicamente.

- ¿Y esto no lo habéis experimentado nunca?

- Sí – responde moviendo el bigote – En un preso.

- ¿Y qué ocurrió? – preguntó con ansiedad.

- No llegó al perfecto equilibrio. Físicamente había mejorado, se quitó diez años de encima, pero psíquicamente sucumbió. Algo en él falló. Acabó colgándose en la enfermería de la cárcel.

- Me animas.

- No tiene que ocurrirte lo mismo –asegura – Tú eres más fuerte y además estás en libertad. Quizás la píldora también actúa sobre el cerebro y lo vuelve inmaduro. Rafa se vio con diez años menos y entre rejas. No lo pudo soportar. El experimento le redimía ocho o nueve años pero estaba condenado a treinta por un doble asesinato.

- Yo volveré a los dieciocho, ¿Para qué te voy a servir?

- No es seguro que vuelvas psicológicamente, trataré de evitarlo. Quiero dominar todas las edades, incluso las embrionarias. Hay que usar el poder del fármaco en toda su potencia: 20 años y la mente de 30; 30 años y la mente de 50, 40 años y la mente de 60. Tres extremos, cada uno con su pico de superioridad.

- Es muy artificial, es de laboratorio. El experimento no tiene en cuenta el nicho social en el que se desenvuelve cada individuo, es frío, distorsionado. Yo también me suicidaré.

- No –niega rotundo – lo evitaremos. El experimento es lógico, muy calculado. Sacamos a los hombres de contexto, pero así son los experimentos. Después, dominado, veremos la forma de usarlo convenientemente, con bondad.

- Y con beneficios - atajo

- Evidentemente, no trabajamos por la cara.

- Eres un cabrón, vas a joderme, me has metido en un lío.

- No te he obligado a nada.

- Te denunciaré a la policía, eres un ganster,

- Vivimos en un país libre, los experimentos no están prohibidos. Hicimos un contrato. Por otra parte, de nada te servirá ir a la policía, también trabajamos para ellos. Estas pruebas las subvenciona el gobierno. Ya te he contado lo de la cárcel. Es un negocio para todos, para ti también lo era, aún lo puede ser

- ¿Debo venir todos los días a inyectarme la droga?

- Todos los días.

- De lo contrario…

- Acabarás en un sucio hospital enajenado totalmente.

- Eres un hijo de puta, un fanático.

- El científico debe ser un fanático, aunque te lleve a la locura. Qué te voy a contar.

- No te va el sentimentalismo.

- No – corta – Comenzaremos ahora mismo. Una vez al día, da igual por la mañana o por la tarde.

Fuimos a otra estancia en la que él mismo preparó el fármaco y me lo inyectó sin muchos miramientos.

Salí de aquel antro pitando. Aun había futuro para mí. Continué haciendo mi vida normal. Pronto comencé a sentirme más vital, física y psíquicamente. La droga hacía su efecto en todo mi cuerpo. No me impedía nada, nada se me olvidaba, trabajaba igual, quizás con más despreocupación, tampoco era tan rápido, ni tan llamativo. Luego comenzaron a llamarme chico muchas veces, pero lo llevaba bien.

Pasaron las semanas y los meses, yo acudía a hacerme revisiones periódicas y le ocultaba a Monroy todo lo que podía. Me gustaba fastidiarlo. Está presente en todas las pruebas y algunas las realiza personalmente. Me mira intensamente, me escruta sin disimulo, me interroga.

Un día que me entrevista sobre mi estado de ánimo le espeto a mi vez:

- ¿Cuántos años tienes, Monroy?

Se queda en suspenso un instante.

- Vamos, no me irás a decir que no tomas la Píldora de la Eterna Juventud – continúo.

- ¿Cuántos me echas? – presume.

- Aparentas …45.

- Una gran edad en físico y en poder psíquico y social.

- Yo creo que tú eres tu primer experimento. Tuviste éxito, te has situado, caminas fuerte hacía la gloria.

- ¿Cuántos te crees que tengo?

- Yo creo que estoy ante Matusalén.

Se ríe como una hiena.

La vida continúa. Yo llego a aparentar menos edad de la que tengo en pocos meses. Mis relaciones se distorsionan. Ritmo, es la frecuencia del porvenir. El mundo se agiliza. Yo soy un torpedo de futuro. La historia me nombra, me alucina. Soy el que soy, con esa prepotencia que da la inconsciencia juvenil.

Mientras todo envejece a mi paso, yo rejuvenezco a ojos vista. ¡Qué furia no sueltan mis días! Hago rechinar los mecanismos del universo. La entropía sucumbe a mi paso. Puedo llegar, traspasar, desmarcarme del torrente del tiempo. Colocarme al margen de la Gran Explosión. Soy más de lo que soy. ¡La vida, la vida, oh la vida!

- Cada día estás mas joven – me dicen una y otra vez.

Pasan los días y canto. La marea humana se afana en lo fugaz y yo canto. El espacio gira y gira a mi alrededor mientras yo canto. El tiempo ha desaparecido, me rehúye, lo tengo dominado.

A la jeta estúpida de Monroy le digo que tengo que prescindir del trabajo. No puedo perderme el experimento en tan míseros menesteres. Tengo tanto tiempo que me he vuelto avaro, muy avaro de él. Mi avaricia es fundamental, patológica. Deberá pagarme para vivir.

- Recuerda que es un negocio – le digo con melancolía – También para mí.

Accede con facilidad. Le pido el doble de lo que gano en el trabajo. No hay problema, es muy rico, tiene la mayoría de las acciones del laboratorio farmacéutico.

Me paga para vivir bien. Un inmortal lo merece.

Yo, entre tanto, atesoro momentos, los aprisiono, los sistematizo, los estigmatizo, los exorcizo. ¿Qué más? Las tardes, los amaneceres, tocan las campanas, la lluvia, reflejos de días pasados y futuros en mi mente, el amor absorto, lecturas, contemplaciones, estaciones, hierbas, olores, sonidos, la luz, el paladar, todos los sentidos y sentimientos a miles. Oigo la risa suicida de la transgresión. Cruje la naturaleza ante mi velocidad sustancial.

Todos los momentos son el momento. Siempre.

Cuando creo que tengo 23 años, Monroy quiere hacer un alto. Quiere consolidar la posición y saber más de mi estado psíquico. Llegamos a un acuerdo: los dos responderemos a ciertas preguntas y cambiaremos información. Le refiero mis sensaciones de una manera muy literaria, sobreactuada, para despistar. Él me cuenta que tiene más de cien años. Descubrió la píldora en los años treinta, es suizo, trabajó en programas de investigación de Hitler, en uno de tantos que se hicieron. Lo planteó él mismo, le dejaron experimentar en los campos de concentración. Consiguió algo, no mucho. La píldora tiene ya varias generaciones, de todas supo aprovechar lo mejor evitando los efectos secundarios. Pasó tiempos duros, pero consiguió dinero, respetabilidad, posición, camuflaje. El tiempo jugaba a su favor, sabía aparecer y desaparecer. Algo que yo debo aprender si todo sale bien. Incluso podemos llegar a ser socios, insinúa.

La interfase se alarga, quisiera quedarme aquí pero Monroy no acepta mis sugerencias, tengo que llegar hasta el final.

Me he olvidado de Ampi, ¿qué habrá sido de ella? Monroy me dice que sigue un experimento parecido, nos llegaremos a ver si conviene a sus propósitos, de momento, no.

Todo sigue igual durante semanas.

Y todo cambia de repente poco antes de concluir la interfase. La entropía se invierte imperceptiblemente, la cuarta dimensión, ese movimiento esclarecedor, irrumpe con otro son, me acribilla otra tempestad. Tampoco voy al ritmo de los humanos mortales: los supero, soy súper mortal, los días pasan supremos, apenas olfateados, la soberbia de algo poderoso me aplasta. Soy un fauno fatuo resbalando por el tobogán mágico de la vida. Pequeño ser abocado a un final rápido: hormiguita de deseo que quiere atarse a las cosas terrenales; saldré de este mundo arrastrándome, no me quiero ir, soy de esta parte, titilo ansiedad, sólo soy fugacidad.

De pronto he envejecido diez años. Pero es tan rápido que me anonada, estoy expuesto a la tempestad del tiempo y sin refugio.

Acudo a Monroy. Conoce el proceso. He reaccionado mal – dice – Me he convertido rápidamente en un intercambiador. Se ha producido un efecto de rebote. Debe actuarse sobre el ritmo. Así como en pequeñas cantidades la píldora es benigna, a grandes cantidades el efecto es desconocido y en ocasiones acelera el envejecimiento. Me pasearé por las edades – dice.

Yo no lo creo, más bien las edades se pasearán por mí. Y el experimento de un necio.

- ¿Cuánto voy a vivir? – gimoteo.

- ¿Cuánto crees? ¿Cuánto quieres? – se estira como un diosecillo.

- Tú también la diñarás, Monroy, - le amenazo.

- Claro que sí. Pero el tiempo, ¡oh el tiempo! Avaricia, tú lo dijiste, lo explicaste tan bien. He conseguido siete entropías inversas… ¡He creído ver maravillas! …¡Ah, me estoy destruyendo! … ¿Cuánto puedo durar aún?

Me fastidian sus jeremiadas, él ya ha vivido 100 años y le queda cuerda para rato. Yo, 35, y ya no doy un duro por mi futuro.

Cuando me mete dosis suficientes para ralentizar el proceso puedo volver a la vida social.

Pero en poco tiempo decaigo. Aprendo la intensidad del final, todo inestable, esquizoide. ¡Soy un loco, un insolente, una piltrafa! Un frenesí increíble me devora, aun quisiera una entropía inversa. Monroy piensa que es imposible, el efecto rebote se ha producido muy rápido, no he llegado más que al primer escalón. Mi estado ideal, el estadío al que nos dirigíamos, era el final del crecimiento físico, el final de la adolescencia, entre los 18 y 20. Ese era el experimento. Hay individuos que su ideal es un momento dado, otros uno distinto, cada cual tendría el suyo; si a ese momento le añadimos el físico adecuado y el poder social…

Pero en mi caso el efecto rebote se ha producido muy rápido: había que llegar al estadio propuesto en tres tiempos, sólo he superado uno, estoy eliminado. No podré conseguir otra inversión. Debo prepararme para morir.

Sólo soy un ser al que exprime el destino su vida insignificante. Es así, siempre es así

El proceso aparece cada vez con más fuerza e intensidad. El efecto rebote es un monstruo que me abrasa. No sé donde refugiarme, donde acabar en paz. ¡Ay paz! Tanta rebelión sin fundamento: obsesión, los días absolutos que me acribillan.

Desfallezco, me consumo, todos me reconocen como enfermo. La aceleración resuena en mi mente como un largo rumor. Las arrugas aparecen, las enfermedades, la decrepitud.

Uno de los últimos meses le pregunté a Monroy por la suerte de Ampi. Concertó una cita rápidamente. Estaba esperando que uno lo propusiera. Nos presentó en su despacho: era una ancianita venerable, igual que yo. También en ella había fallado el experimento. Estuvimos hablando un rato y decidimos pasar el resto de nuestras vidas en pareja. Se lo comunicamos a Monroy

- Estáis hechos el uno para el otro, - sentenció

Y nos fuimos a vivir juntos.

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